Trabajar en el campo no es tarea fácil. Que el fruto de esa labor sea rentable, harto complicado. Y ya, si rizamos el rizo, que esta actividad salve el estigma de estar reservada a ciudadanos de segunda, a habitantes de la Galicia deshabitada donde muchos servicios brillan por su ausencia, resulta casi una quimera. Lo vemos en las reactivadas protestas en el campo gallego, donde se demanda, para que los agricultores y ganaderos puedan ofrecer un futuro a sus hijos, un precio justo que al menos les permita garantizarse el equivalente al salario mínimo interprofesional.
A pesar de todo este panorama, en la última década han sido un total de 3.805 los jóvenes menores de treinta años que han decidido dar el paso y, aprovechando la línea de ayudas específica habilitada para ello por la Consellería de Medio Rural, incorporarse a la actividad agroganadera. Esta evolución ha permitido rejuvenecer a un sector primario que, como el conjunto de Galicia, se encuentra muy envejecido, dando de paso el relevo a veteranos en el mundo de la carne, la leche y la huerta que demandaban a gritos el justo retiro tras una vida laboral que resulta ser esclava como pocas.