Un estudio concluye que los premios del Gordo se dedican sobre todo a crear nuevos negocios
El 22 de diciembre de 2006, Javier Izquierdo estaba dando una charla médica en un edificio frente al Congreso de los Diputados. En plena exposición, su teléfono empezó a sonar. La insistencia era tanta que Javier interrumpió su diatriba y respondió. “Estoy en una charla”, saludó. “Te ha tocado la lotería, Javier”, escuchó al otro lado. “Venga, no me jodas”, susurró. “No es broma. Te ha tocado”. Javier intentó continuar el discurso, pero no pudo.
El décimo lo había comprado en Berlanga del Duero, su pueblo natal situado en la provincia de Soria. De hecho, la mayoría de décimos de aquel número bendecido se vendieron en el bar que él y sus hermanos tenían en alquiler. Cinco hermanos y hermanas agraciados con un dinero que años después decidirían emplear en montar un negocio.
“Nos reunimos los hermanos y decidimos invertir lo ganado en rehabilitar nuestra casa familiar del pueblo y convertirla en un hotel rural con restaurante”, explica Javier 13 años después. El hotel se llama Villa de Berlanga y va viento en popa. Desde el tercer piso, con vistas al Castillo de Berlanga, Javier, acompañado de Toño y Ana, dos de sus hermanos, cuenta la satisfacción que les produjo poder emprender su propio negocio. “Si no nos hubiera tocado la lotería, jamás nos habríamos atrevido a empezar esto. No teníamos medios, era demasiado riesgo”, dice Toño.
Ejemplifican estos tres hermanos una idea que contradice el imaginario popular. ¿Qué hace la gente con el dinero cuando le toca el Gordo de Navidad? La intuición nos empuja a pensar que lo despilfarran. La imagen del agraciado en la ruina tras dos años de conducir los mejores coches y cenar en los mejores restaurantes es recurrente. Y, si embargo, no es la habitual.