Las mujeres que deciden emprender en el ámbito rural tienen que hacer frente a la carencia de muchos servicios, como el acceso a recursos económicos, formativos, servicios bancarios o infraestructuras de comunicación y nuevas tecnologías
Rodeada de delicados platos pintados a mano, pendientes de todos los colores e incensarios que todavía despiden olor a sándalo, Olga Castillo emite calma por cada poro de su cuerpo. En su taller, Cerámicas del Corazón, disfruta del silencio arropada por la sencillez de sí misma, mientras vive bajo una realidad pura y propia, pero compleja y desconocida: ser emprendedora en el medio rural.
En este sentido, pareciera que la palabra emprender despierta en uno directamente un regusto a asfalto y plástico casi instantáneo, como si hacerlo fuera algo particular de las grandes ciudades. Pero no hace falta vestir traje y corbata y dar apretones de manos por doquier para poner en marcha un negocio.
Para Olga, esta aventura es «por un lado, vértigo y, por otro, es una maravilla pensar que yo cojo un trozo de barro y, cuando lo transformo, tiene un valor que repercute en crear un mundo mejor», pues, según cuenta, no hay nada que aporte más que saber dónde estar.
Ella, al igual que otras muchas, forma parte de la lanzadera Ruraltivity, perteneciente a la Federación de Asociaciones de Mujeres Rurales (FADEMUR), una comunidad de mujeres emprendedoras que han encontrado su lugar en los pueblos, en contacto con la naturaleza…