Hubo un tiempo en el que la gente bajaba a diario a la tienda de ultramarinos. Compraban, pongamos por caso, 50 gramos de café en grano y otros tantos de sal, el tendero lo pesaba en una balanza delante del cliente y luego lo envolvía en un cucurucho de papel de estraza. Ya para el vino, había de desplazarse hasta la bodeguilla del barrio y rellenar la garrafa o la botella con el líquido a demanda servido con un embudo. Lo mismo luego en la lechería, que el tetracrik es un invento del año 1952 y aquí llegó un poco más tarde.
Así fue hasta que la mujer empezó a incorporarse al mercado laboral y ya no hubo tiempo para tanto vaivén. Ahora había que hacer la compra para toda la semana, a ser posible en un mismo establecimiento y una única salida. El supermercado, con sus lineales repletas de marcas y surtido, con todo ya pesado y empaquetado, se alzó como la solución perfecta para los tiempos modernos. Quedaba solo llegar a casa y empezar a separar contenido, para el frigorífico, de continente, para la basura, y faena rematada. No había tiempo de sucumbir ante la evidencia de que el frigorífico presentaba más claros que el cubo de la basura, repleto de bandejas de corcho, mini cajas y envases de plástico, mucho plástico, convertido en uno de los símbolos de la modernidad…